lunes, 1 de febrero de 2010

El Trebol de Cuatro Hojas

Adorada Isabel:

Hoy he vuelto a nuestro pueblo. Nada ha cambiado. Llovía incesantemente y he sentido en mi rostro el sabor del aire limpio y el olor de la tierra mojada. Sin aliento y sin vida he caminado por empinadas y angostas callejuelas para llegar hasta la iglesia y volver a imaginarme contigo… amándote en silencio en la misa de los domingos, embriagándome de tu aroma a romero y aliño de aceitunas frente a Jesús Nazareno. Tus negros ojos traspasaban el enlutado velo de encaje, culpables por imaginar momentos de pasión secreta que nunca llegarían.



Debo reconocer que la tierra donde uno nace alberga la ternura de los recuerdos y la esencia del aroma de la juventud, pero mi alma envejece a cada paso cuando me acerco a tu portal, el número 7. Frente a él, contemplando el cartel de “SE VENDE”, con la llave en la mano temblorosa, me siento perdida en la nada, en un escenario vacío donde soy la única protagonista de este monólogo de tragicomedia.

Mi cuerpo enjuto se ha estremecido con el olor del jazmín de tu patio. Mis manos han temblado al rozar la puerta de tu casa. Mis ojos han sangrado al contemplar a través de la ventana la mesa camilla donde se daban citas de café de media tarde entre picón y lujuria, con caricias furtivas bajo el caliente terciopelo. He visto la foto de tu boda en la pared de cal desconchada… y he recordado con asco las carcajadas de tu esposo en la pestilente taberna de la esquina; esa risa ajena al dolor del que nunca ha amado y nada ha perdido, del que a golpes deshojó la juventud de mi rosa idolatrada. Me suplicaste que nunca contara nuestro secreto, y yo te lo prometí, pero ¡qué difícil es tragarme las palabras escuchando en mi cabeza una y otra vez el retumbar lejano de la risa de esa bestia yacente que no derramó ni una sola lágrima por ti¡.

Al entrar en la casa, un escalofrío ha nublado y mi conciencia. ¡Qué fácil es recordar esos detalles, esos momentos imperceptibles que la realidad cotidiana nos regala y son atesorados como pequeñas reliquias del alma…¡ Te he recordado sonriente con el delantal de lunares podando los rosales, agachada buscando entre las malas hierbas un trébol de cuatro hojas que nunca encontraste. He creído escucharte cantando copla de rodillas, restregando las baldosas desgastadas. Me ha parecido oír en la vieja radio un serial de telenovela inacabable y he robado nuestras fotos amarillas del álbum familiar. Aún percibo en el horno de leña el olor a bollos de matalahúga que tú amasabas por Semana Santa.”Le voy a dar una docena a doña Pura porque está muy sola, la pobre”, le decías a tu marido, al que poco le importaba lo que hicieras. Convertías lo cotidiano en lo extraordinario de cada día.

¿Sabes lo increíble de todo esto?, que no sé cómo ni cuándo nació el sentimiento. Pasaste de ser mi vecina a mi amiga, de amiga a amante, de sueño a realidad. Cuantas más piedras encontrábamos en el camino, más deseaba seguir caminando contigo. Cada hora a tu lado duraba un segundo, y cada segundo sin ti… una eternidad. No necesitabas decirme “te quiero” porque me lo demostrarte el resto de tu vida: con tus rosquillas de anís y limón, con tu caldo de puchero cuando estaba enferma, con las novelas de Corín Tellado que me prestabas, con los golpes de “tu amado” que soportabas, con las bufandas que me tejías, con los besos que cada noche dabas a mi foto escondida en el cajón de las sábanas. Al principio me pedías que te olvidara pero, ¿alguna vez olvida el reo lo que es la libertad? ¿puede prescindir la tímida hoja de la luz que la alimenta? Comprendías mis gestos, mis miradas más sutiles, reías con mi risa y llorabas al reflejarte en la aflicción de mi alma. Hay quien dijo que el amor es una bellísima flor, pero hay que tener el coraje de ir a recogerla al borde de un precipicio. Ese coraje te faltaba y ofrecer amistad a quien pide amor es como dar pan al que muere de sed.

Lo siento amor, me pediste silencio, pero como apostilló Alejandro Dumas, “cuando el amor desenfrenado entra en el corazón, va royendo todos los demás sentimientos; vive a expensas del honor, de la fe y de la palabra dada. Por eso, he sucumbido y he gritado tan fuerte tu nombre que lo han aprendido las hortensias marchitas que plantaste en Primavera, y el polvo del retrato de tu mesilla marcado con mi carmín. Lo ha repetido el viento acariciando los trigales, y lo murmura el lecho del río por el que paseábamos, desnudo de tu compañía. Lo ha escuchado don Nemesio, el párroco, que con la cabeza agachada me ha dado la absolución a cambio de mil rosarios. He gritado al mundo que me amaste y las viejas enlutadas me han mirado sin duda murmurando que estoy loca mientras se atusaban el rodete. Viven en paz con la miseria propia y en guerra con la de los demás, se ríen de mi moderno atuendo de ciudad: “¿De qué se ha disfrazado Pura?”, susurran inquisidoras sin comprender que es ahora cuando no tengo disfraz porque he cortado los espinos que encerraban las veredas de mis prejuicios. Gracias a Dios, los tiempos han cambiado, aunque en esta casa cerrada parece que los años no han pasado.

Tiéndeme tus huesudas manos para amarte a plena luz del día en otro mundo y consumar un amor que nunca fue más allá de besos furtivos camuflados de amistad. Dulcifica en mis labios el amargor del último beso. En mi cama vacía protagonizas sueños que hilvanan fantasías teñidas de ternura y lujuria. Te imagino joven y desnuda, jadeando al abrigo de la noche entre tu ensortijada melena y tu inocencia eterna. Escalo entre tus pechos blancos, explorando cada rincón prohibido y llego al éxtasis ficticio de lo perdido.

Quiero explicarte que hoy he venido hasta aquí para traerte un trébol de cuatro hojas que apareció en una maceta de mi terraza. No quiero ser cínica, pero lo encontré el mismo día que vi la esquela de “la bestia” en el periódico. Lo he sembrado entre tus rosales y lo he regado con mis lágrimas. Dentro del álbum polvoriento te he dejado esta carta, y encima de la mesa camilla un ramito de violetas. Préndelas en tu pecho de ángel y no olvides el día que por primera vez me dijiste “te quiero” mientras sonaba en la radio de madera aquella eterna canción de Cecilia que pronto hicimos nuestra. Ahora todos sabrán quién te escribía versos y te enviaba flores por primavera y cada nueve de Noviembre, como siempre sin tarjeta…te mandaba un ramito de violetas.

Sólo quiero que mires a tu alrededor. Esta mañana llovía, pero ahora el cielo es azul… como mis ojos. Y es que, bien temprano quiso una nube al verme saber por qué lloraba. Dejó caer una gota y al mezclarse con mis lágrimas comprendió qué siente un alma enamorada. La desdichada nube decidió marchar a otras tierras para llover (o llorar) muerta de pena y callada. ¡No sabía qué se siente… al perder a quien se ama!

SELINA

1 comentarios:

Guadalinfo Ubrique dijo...

ësta carta ha sido descalificada del concurso por incumplimiento del punto 5 de las bases que regulan esta edición del I Concurso de Cartas de Amor.

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